La vida no siempre es una fiesta. Incluso para los que tenemos la gran suerte de ganarnos el pan con lo que constituye nuestra pasión. Hay trabas, impedimentos mentales, el eterno boicot a nosotros mismos. Si lo avisa John Gardner en su estupendo libro Para ser novelista: uno puede sentirse muy culpable por estar entregado a su afición. La constante sensación de vivir como un adolescente, entregado en cuerpo y alma a hacer lo que le da la gana. A inventar, a vivir en una realidad que no existe. A sacar conejos de chisteras. Chisteras que, a la hora de la verdad, resultan estar vacías. La ficción. Eso si existen. Las chisteras, digo.
Hay días que el trabajo consiste en tomar café. Ir paseando, cazar conversaciones al vuelo. Registrar en la retina al transeúnte. La expresión de la mujer con el perro, el carrito con el bebé, y el niño con uniforme de la mano. Las ancianas con peinado de peluquería detenidas en mitad de la calle, del brazo, volcadas la una sobre la otra, como si fueran a contarse un secreto, pero hablándose a voz en cuello. Sentarse a tomar un café y fingir que se lee mientras se espía. Un hombre con un jersey verde le dice a una mujer que tiene miedo de ella. Las tres chavalas rompen la barrera del sonido de la cafetera con sus carcajadas. El voyeur no toma notas siquiera, pero todo se le queda impregnado. A veces debe contener las lágrimas, o la indignación, o las ganas de opinar. O el deseo de morir, de salir corriendo, de no formar parte de ese conjunto.
Otros días no se puede hacer nada, salvo limpiar la casa, ordenar los papeles, hacerse un horario para incumplirlo. Y luego, cuando ya se ha hecho tarde, es cuando entran ganas de escribir. Pero ya no es razonable, la noche está ahí, el cansancio. Pronto llegará la hora de dormir, e interrumpirse entonces será peor. No empieces lo que no puedes terminar. Ya en la cama aparece el fantasma del día perdido. Se parece a Proust, pero habla como tu madre.
Hay días en que uno mueve una coma y se siente tan orgulloso que después se regala un cine. Y sale del cine, y se siente tan orgulloso, que se va a cenar. Y mientras se come una ensalada en el restaurante de debajo de casa, se siente tan orgulloso que saca un libro y lee dos frases. Y se siente tan orgulloso que pide postre, algo con chocolate. Y cuando regresa a casa, enciende el ordenador, relee la frase con la coma en su nuevo lugar, decide que estaba mejor como al principio y vuelve a cambiarla. Y regresa Proust, remordedor, y le sugiere que mejor ponga el despertador para una hora antes.
Hay días en que nada ni nadie puede separarte de la historia. En que no hay ninguna diferencia entre ella y tú. En que el tiempo se dobla, se introduce en sí mismo, como un calcetín, como el agua de una fuente. Sabes que no comerás de eso, que siempre habrá alguien a quien no le guste, alguien que levante la ceja cuando le digas a qué te dedicas. Pero da lo mismo. Vives en la chistera, eres la chistera misma. El conejo ha salido corriendo y no puedes atraparlo porque eres tú mismo. Y te das cuenta de que tal vez no hay conejo que valga, que eres una cigarra, que lamentas la ausencia de hormiguero. Que es posible que el día de mañana te arrepientas. Apenas un segundo, un parpadeo de consciencia en plena fiesta. Es a lo más a lo que somos capaces los adolescentes. Tan pronto se abren los párpados el panorama vuelve a ser el mismo. Música, festín de tiempo, letras como confeti. Hacer lo que a uno le da la gana. Porque fuera no es así: la vida no se parece en nada a una fiesta. La guerra, el desamor, la soledad, la muerte, la lluvia de los fines de semana. Pero la ficción... menos mal que existe ese karma de la ficción. Menos mal que tiene que haber de todo. Incluso adolescentes fuera de temporada.