sábado, 3 de abril de 2010

LOS ESCRITORES SUIZOS



La mujer quiere escribir. Arder en los infiernos y congelarse en el cielo. Cortar el precinto policial del limbo. Ser descubierta como correo de la Resistencia y morir tiroteada en una calle de París, en los días previos a la Liberación. Dirigir la sección de sucesos de un diario de Oklahoma. Amar al hombre hasta la tabla de la plancha. Hacer la revolución en la clausura, fumando marihuana medicinal.
Quiere comprender si acaso es posible la pasión en la neutralidad.
Quiere saber si las opiniones pueden combarse hasta que sus extremos se toquen.
Quiere descubrir si existe algún crítico más dañino que el ego. O algún lugar más satisfactorio para los infelices que la infancia, o el deseo.
La mujer se sienta frente al teclado porque no quiere volver a tener miedo.
No conoce a ningún escritor suizo, más allá de Heidi, y, por lo tanto, nada tiene en contra de ellos. Pero reza. Porque tendrá que ser funambulista y sabe que se parece más al gato con botas. Para saber mantenerse en el centro justo de sus extremos. Para no caer jamás en la tibieza, ni echarse a dormir a la sombra de la campana de Gauss, por no estar sola.
La mujer no quiere ser suiza. Quiere escribir. No quiere saber nada de los escritores suizos. Adora a Federer, y al chocolate, y el queso, y las montañas, pero rechaza la nacionalidad suiza. Prefiere la tierra de nadie de los que cambian de opinión y se equivocan.
Y así comienza todas las mañanas.