Supongo que es la inexperiencia, las absurdas ganas de demostrarme no sé qué demonios, pero es que a mí escribir me duele. Sin dramatizar, sin convertirlo en sufrimiento, ni en expiación, pero duele. La ficción me duele. Igual que me resulta doloroso leer a ciertos autores. O que me duele cuando me río, a veces. Con determinadas risas que no creo que necesite explicar. ¿O será la vida lo que duele?
Será la bisoñez, o la estupidez, o la insensatez. Aunque lo más posible es que sea masoquismo, que no acaba en -ez, pero igual es una mierda.
Pero es que, insisto, a mí escribir me duele. Me duele inventarme cosas y que al final resulte que no es tanta invención, que son hombrecitos mal encarados que salen de los cajones a tocar los cajones a dos manos. O voladoras, tiernas, miopes campanillas que se dan de morros contra las ventanas cerradas.
A mí escribir me produce satisfacción y me produce rabia. Ya sé que a nadie le interesa que declare mi envidia hacia esos que dicen pasárselo bomba mientras escriben sus novelas como si estuvieran en Port Aventura, pero no puedo evitarlo. La maldita necesidad de expresar. Que me duele, oiga, y lo peor es que no encuentro el botón de apagado, ni siquiera el de pausa. Que ya les gustaría a los cuadernos. Aunque peor aún es no encontrar a nadie con quien compartirlo. Siempre hay una gota que se queda en el vaso; un silencio incómodo y una mirada con calificativo: inadaptada, esnob, masoca, infantil, joé, qué exagerada eres, ¿no?...
Y eso duele. (¿Alguien se acuerda de la Bombi?)
Bien pensado, sí, seguro que esto se me pasa con los años. También con la desgana, pero con los años, todos, sí. Seguro. Qué consuelo.